3 ago 2014

Sobre todos los besos que no le di a Ximena


La carne roja, a goterones de sangre, bajo el pómulo, en las tardes junto al ventanal, su voz espléndida sobre Bajtín, sus carnes ausentes cuando la Teoría literaria le reventaba el cráneo y sus disertaciones contra Pfeiffer. Un poema para una chica de Letras, qué aburrido. Mi ex novia decía que todos los personajes de los escritores daban flojera porque son escritores; cuando le escribía, yo le escribía a una muchacha de Letras. Qué ironía, el amor encapsulado en el eco de Lukács por querer envolverla en otro manto de soledades como si ser teórico fuera ser caníbal, o asesino serial, sin congresos, en solitario, planeando cada quien sus sublimes bajezas. Pero no, Ximena era teórica y bella, y nunca me hubiera pelado. Esto, al menos, es una parte. 

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A veces llegaba al departamento en las tardes con su blusa negra, su larga falda blanca y sus medias. Usaba botas, tenía el cabello corto, sonreía por todo. Figuras de sus manos en al aire y su boca las coloreaba con cantos de Nina Galindo o del “No te embarques” de Juan del Vado. A veces llegaba al departamento con su presencia barroca y me contaba que había perdido la cabeza en el trolebús y cantó llorando y pegó a la gente para que entendiera que la música está afuera. A veces daba miedo y yo la escuchaba emocionadísimo como si Ximena me dijera “muérdeme la nuca”, entonces le agarraba la mano y me volteaba a ver como si dijera “muérdeme las manos”, y yo comenzaba a sobar sus caderas por encima de la blusa y de la falda, entonces me veía como si dijera “mi pubis es una lluvia de arena” y yo me volvía de arena mientras mis dedos se enredaban en su pecho y era como si dijera “mi sexo es un matorral de las afueras”, “mi clítoris es una abeja sobre una nube”, “las uves de mis labios son tostadas voces de sirena” y era como si Ximena me demoliera los ojos, entonces decía que la tarde era preciosa, que aquello era poesía o magia y yo sentía miedo y me quedaba callado tratando de acomodarle la blusa. Entonces era como si enterrara el tacón de su bota en mi lengua. 

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Ximena asomaba a clases en el mismo grupo con gabardina o con su paraguas cerrado. Antes de sentarse, su melena saturaba el aire. Años después, a mí me daba miedo verla entrar sonriendo con su larguísimo pelo negro, su nariz marcada y su cara pálida iluminada por dos soles rojos de comisura a comisura; y su mirada -ni poética, ni ritual, ni lama-, donde no estamos en el salón de Letras embarrados en la pared, la cara embadurnada de amor. A veces quería llorar con su espalda descubierta: el lunar, la media luna, el cuello, y recordaba la marca en la areola del pezón, sus botones reventados por los dientes del adicto que hoy se muerde los labios mientras rasga un maguey como si buscara un nombre y encuentra el aguamiel y pierde la vista. Ximena, cuando no eras un cristal roto, andábamos en los salones de Letras con las taquicardias de la tarde como quien pierde un nombre y encuentra el aro de la aguja. Ximena, paseo glaciar por las venas, tu aire de ausente en clases, de estudiante que no entiende, entrabas despistada, buscabas mi mirada para sonreír y dejar pasar la carrera, los veinte años, tus ojos alucinantes, el sexo alucinante, mi violencia alucinante, con dos soles rojos de comisura a comisura. 

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Así comencé a pintar cuadros cuando estaba Ximena, a desarmar paisajes cuando no estaba. Así me dijo soy antropóloga y yo le dije eres poeta, el poeta eres tú -me contestó- que tienes los ojos hacia adentro. Y me tapé la boca para que no huyeran las libélulas que le había guardado, y al quitarme la mano cayeron miles de patitas verdes y cristales de alas, pero Ximena no supo de mis regalos muertos porque ya se había ido. 

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De la voz en el vacío voló un reflejo y se hizo otra luz cuando Ximena aceptó darme un beso y después quitarme el pantalón, y dijo que no valía si no le daba nalgadas. Me enamoré porque el otoño como drogas trajo paz al otoño, trajo dunas celestes, trajo mares abiertos, trajo gigantes de gas envueltos en un universo para entregárselo a Ximena. Por eso, cuando se fue, el mundo quedó sin nombre y los espejos se rompieron y el otoño como salvia se deshizo en agua salada. Entonces supe que aquello era el silencio, que el nombre de Ximena se me había olvidado y que mi odio era lo único que nunca se me olvidaría porque soy un hombre. Y me sentí tan desunido que decidí nombrar otro mundo pero me dijeron marihuano, psicótico, enfermo; y quise remover el mundo para buscar a Ximena y me dijo espasmo, tiniebla, hueco; y quise acabar un canto que nombrara todo pero no conocía nada, así que me arrepentí de devorar animales, de acribillar a la luna, de no enviar postales, de sentirme androide, de traficar barro de cometas. 

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Y me entraron las neblinas por los ojos, y se me agusanó el cerebro porque yo no sabía nada del universo que habían inventado para Ximena. Cuando algo me sorprendía o quería impresionarla, ella ya lo había hecho todo o se reía de mí. Poco después, intentaba consolarme y así supimos que era más inteligente que yo, y más confortable que yo, y que, de alguna forma, yo seguiría solo. Por eso soportó las alucinaciones hasta que las larvas reventaron mi cabeza. Por eso se desnudó todos los días y me enseñó a desnudarme para ella. Por eso se esperó y prometió que conoceríamos el canto, que tapizaríamos las ciudades con redondas notas negras, que estallaríamos los edificios de la Antigua Unidad Militar, que el miedo no sería una secta de los espejos de mis entrañas. Por eso se quedó a besarme el cuello en los bosques y los hospitales hasta que las tristezas agusanaron la materia gris en su cabeza y comenzaron a secarse sus dos soles rojos de comisura a comisura.

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