31 ene 2015

Ausencia de Equis

(Adioses de Los perdedores)

Acompaño a X a la terminal de autobuses. Tomamos un taxi afuera de la pensión. Cuando vives en la periferia de la ciudad, cada recorrido al centro es un paseo por un clima de bosque entre un paisaje rural.

     Metemos atrás las maletas. Cada quien entra al auto por un lado. Dentro nos apresuramos para ganar lugar. X se avienta deprisa y pellizca mi pierna con la suya.

     —¡Gané!—exclama y sonríe.
     —A la terminal de Pullman, por favor.

     X mira hacia el frente, sonrisa plena, mientras el auto arranca. Juega con mi mano entre sus palmas. Está ligeramente separada del respaldo. Aleja mi mano de sí. Se inclina hacia el conductor.

     —¿Cómo va el trabajo, señor?
     —Voy empezando, señorita. A ver si nos deja trabajar esta agua.

     Hay un silencio profundo tras la ventanilla que nos separa de la lluvia y todos sonreímos.

     —¿Se puede ir por la autopista, por favor?

     Su cabello es largo y el recorrido por la autopista es breve. Puedo ir y venir varias veces antes de decir que lo conozco. X me voltea a ver y manda un beso tierno; enseguida, hace una mueca: frunce la nariz, saca la lengua; y otra: contrae el cuello, abre la boca, tensa las cejas. Sonríe.

     El año pasado practicábamos esas caras en el metro y hacíamos enojar a los pasajeros con gritos y otros simulacros de lo que la gente no quiere ver en la calle. Hago mi boca como la de un pez y me pego repetidamente con la palma de la mano extendida. X me olvida, o se aburre, y voltea a ver al señor. Le emociona que la gente nos mire raro. Saca un cigarro de la bolsa y lo dirige a sus labios.

     —¿Puedo fumar?
     —Por supuesto, señorita; nomás abra con cuidado la ventana, no se vaya a mojar.

    El taxista me ve por el retrovisor. Sonríe.

     —Oiga, señor ¿Ha visto ese nuevo tope que pusieron en la entrada de la Bugarales?—X contiene la respiración.
     —Sí, señorita, ¡ésos parecen muros!

     X deja salir el humo con los ojos entrecerrados y la brisa moja su cara. Voltea a verme. Sabe que lo dejé, pero me extiende el cigarro. Le doy dos caladas. Abro apenas la ventanilla, saco el humo por arriba y vuelvo a cerrar. El aire enfría mi frente, mis párpados y mis pómulos de golpe. Volteo hacia la calle. Lo malo de vivir en la periferia de la ciudad es que avanzas un poco por la autopista y rápidamente estás entre edificios, autos, semáforos, hoteles y mucha gente.

     La tarde es lluviosa y las calles están más vacías que de costumbre. pero al llegar al centro el ritmo parece habitual: cientos de personas con paraguas, bajo los portales, en las carpas de lona, cubiertos menudamente por un árbol.

     —Ya llegamos.

     El aparcamiento de la terminal está techado. X baja apresuradamente y abre la cajuela. Saca sus maletas. Yo miro el anuncio de Pullman en la pared de enfrente.

     —¿Cuánto le debo?
     —Ochenta pesitos, joven.

     Desciendo por la misma puerta. X cierra la cajuela. El auto arranca y lo veo salir del área techada para alejarse por la avenida, bajo la luvia. El señor saca una mano por la ventanilla en señal de despedida. X lo mira y sonríe.

***

     He dejado a X en la terminal. Me prometo dejar la ciudad pronto. Tomo un taxi hacia mi cuarto en las afueras. La lluvia se relaja. El taxista enciende la radio y saca una cajetilla de Delicados.

—¿No gusta, joven?

     Estira la mano hacia atrás. Tomo un cigarro. Me ofrece encendedor. Lo acepto y miro las nuevas calles húmedas. Sobre ellas suenan las llantas al romper los charcos.
   
     —¿A dónde lo llevo?
     —A San Miguel

     Bajo un poco la ventanilla. El viento corta en el vidrio y produce un chillido melancólico. Busco su mirada en el retrovisor y le regreso el encendedor.

     —¿Siempre no, joven?
     —Para luego, mejor—hago un ademán de agradecimiento con la palma extendida—. Gracias.

     Guardo el cigarro. El bosque de coníferas manda desde la punta de los cerros su vaho oloroso hasta esta carretera.
   
     —Oiga, y usted que es de allá de San Miguel, ¿no ha visto ese nuevo tope que pusieron en la Bugarales?
     —Sí

     Pasamos junto a las casas con corrales. Huele a pinos. El señor me ve por el retrovisor.

     —¡Parecen paredes, mano!

     Yo sonrío.
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